Misionero claretiano español llegado a Chile a los 29 años, evangelizó a lo largo del país en forma heroica a los enfermos, los presos y los más necesitados durante 31 años. Declarado venerable por el papa Juan Pablo II, sólo falta un milagro oficialmente reconocido para su beatificación.
El 11 de septiembre de 1873 pisaba suelo chileno el padre Mariano Avellana Lasierra. Venía a misionar esta remota tierra con un propósito tan duro y tajante como su carácter: ser santo, o morir en el intento.
Treinta y un años después, el 14 de mayo de 1904, moría como un pobre cualquiera en el hospital de un pequeño poblado ya desaparecido en el norte minero del país. Su apodo de “el santo padre Mariano” era ya popular sobre todo entre los enfermos, los presos y los más abandonados, a quienes había dedicado la mayor parte de su tarea evangelizadora.
Años más tarde se abriría el proceso destinado a discernir su santidad, el que quedó terminado en 1987. El papa Juan Pablo II reconoció la “heroicidad” de su virtudes y lo declaró “venerable” el 23 de octubre de ese año, dejando allanado el camino para su ulterior beatificación y canonización.
«El Apóstol»
El Venerable Padre Mariano evangelizó el extenso territorio chileno de acuerdo a las posibilidades y medios de la época, desplazándose primordialmente a lo largo de más de 1.500 kilómetros, ya fuera a caballo, a pie, en carretelas o en tren, o llegando más lejos en precarios barcos.
En tres décadas realizó una labor misionera testimoniada por la larga lista de lugares donde misionó, hasta superar 700 misiones que duraban promedio de 10 días. Más de 400 de ellas dedicó a la zona norte, con tal entrega personal y receptividad popular que llegaron a valerle el apodo de «el Apóstol del Norte».
Desde La Serena, 480 km al norte de Santiago, a donde llegó destinado en 1880, se desplazó durante 14 años por los rincones de una abrupta geografía de árido desierto y pequeños valles entre montañas escarpadas. Innumerables poblados de esas regiones escucharon en diversas oportunidades su enfervorizado vozarrón evangelizador: Caldera, Vallenar, Freirina, Huasco, Andacollo, Ovalle, Mincha, Barraza, Paihuano, Vicuña, Salamanca, Sotaquí, Illapel, Tongoy, Higuera… Sólo en el área de la actual diócesis de Copiapó, unos 700 km al norte de Santiago -donde dejaría finalmente la vida- llegó a predicar más de 100 misiones. En la zona que hoy abarca las regiones centrales, Metropolitana y más de 400 km al sur de ésta, sumó otras 300.
Llevó a Dios hasta los más necesitados
Residiendo en la casa madre de los claretianos en Santiago, misionó durante 13 años tanto en parroquias de la capital como en sus alrededores y en decenas de pueblos y caseríos rurales de la época: San Miguel, San Bernardo, Olivar, Rosario, Colina, Paredones, Navidad, Alhué, San Pedro… Después hizo otro tanto en Curicó, Talca y toda una zona 300 km al sur de Santiago.
Según su biógrafo el padre Medardo Alduán, en cada lugar «multitudes de campesinos salían por todos los caminos y quebradas, por los atajos y ríos, la mayor parte a pie, muchos a caballo y en carretas desde grandes distancias, dirigiéndose al lugar de la misión, durante la cual se renovaba el auditorio dos o tres veces… imponiendo a los misioneros un trabajo continuo durante todo el día y gran parte de la noche…»
La abnegación, entrega y fervor con que el padre Mariano asumía estos trabajos asombraba a sus propios compañeros. Y el fruto de su predicación, incluso entre auditorios indiferentes y reacios, extendió rápidamente su fama de «santo misionero» desde las autoridades eclesiásticas hasta sus oyentes más humildes.
«El fervor evangelizador y el testimonio de amor a los más desamparados que ofreció el padre Mariano fueron como el paso de Dios y un verdadero regalo a Chile», señala uno de sus biógrafos actuales, el P. Mario Calvo.
El P. Agustín Cabré, periodista y escritor, autor de «Mariano, o la fuerza de Dios» -una de la biografías del Venerable más divulgadas-, apunta: «el pueblo humilde y sencillo terminó llamándolo ‘el santo padre Mariano’, y se afirma que fue tal vez el mayor misionero que haya conocido nuestro país en todo el siglo XIX».
Extraño camino de santidad
Mariano Avellana había nacido el 16 de abril de 1844 en Almudévar, pequeño pueblo de la provincia aragonesa de Huesca, en una familia de “holgados labradores de muy buena posición y edificantes virtudes y costumbres”, según uno de sus primeros biógrafos.
Quinto entre ocho hermanos, creció en ese ambiente sencillo y religioso. En 1855 partía a cursar la enseñanza media a la ciudad de Huesca, y en 1858 ingresaba al seminario diocesano.
De sus años de seminarista destaca una curiosa anécdota que revela su personalidad “arrebatada” y los insondables designios de Dios: por negárseles autorización para participar en un carnaval local, varios seminaristas capitaneados por Mariano se amotinaron contra el rector y fueron expulsados.
Pero Dios hizo lo suyo: Mariano pidió perdón, fue reaceptado en el seminario, y el 19 de septiembre de 1868 era consagrado sacerdote.
Ese mismo día una revolución derrocaba a la monarquía española encabezada por Isabel II, y desterraba, entre otros, a los misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, o claretianos, cuyo fundador, san Antonio María Claret, era consejero espiritual de la reina. Varios sacerdotes amigos de Mariano los siguen a Francia e ingresan a la congregación. El los imita en 1870, y tres años después es enviado como misionero a Chile.
Esta sería su segunda patria, a la que ofrendaría con admirable dedicación los restantes treinta y un años de su vida.
Un santo «a rajatabla»
En una decisión que hoy pudiera parecer insólita, Mariano había ingresado a la congregación claretiana pretendiendo ser santo. “¡O santo, o muerto!”, dijo a sus hermanos de comunidad al ser destinado a Chile.
Según sus biógrafos, era ése un propósito muy propio de su índole vehemente, pero, a la vez, muy difícil de cumplir.
Es que Mariano tenía un carácter muy irascible –señalan-. Más de una vez protagonizó escenas violentas, e incluso amenazó, furibundo, con golpear a impíos que lo sacaron de quicio. Y él mismo confesaba una tendencia a la comodidad, la pereza y la sensualidad que podría llevarlo a grandes excesos.
Sus propósitos y escritos espirituales muestran cómo luchó contra esas inclinaciones, hasta lograr dominarlas. Su dulzura, acogida y comprensión llegaron con el tiempo a atraer a justos y pecadores. Y la pureza de su alma resplandeció en sus actos aun a costa de grandes sacrificios .
Pero su entrega sin límites a los sufrientes y desamparados -según testimonio unánime de quienes lo conocieron- fue el sello primordial de su santidad. Se entregó a los enfermos, los presos y los más abandonados como al mayor objetivo de sus preocupaciones. Se dice que “no hubo hospital ni cárcel que no visitara”. Donde estuviera iba casi a diario a evangelizar y ayudar a los presos, cuya situación lo conmovía profundamente. Y sobre el fruto de su entrega a los enfermos en los hospitales, él mismo escribía que «ninguno murió impenitente».
Como el oro, en el crisol
Sus escritos revelan que hizo voto perpetuo de ofrecer a Dios sus sufrimientos y su vida por la salvación de sus misionados. Y no le faltaron motivos de sacrificio y dolor.
Desplazándose incansable hasta lugares apartados, un día se le reventó un absceso en la pierna derecha, que llegó a convertírsele en una llaga enorme. Jamás le cicatrizó, y la sufriría por diez años, hasta su muerte. Pero siguió haciendo su vida normal y cabalgando por campos y montañas, con asombro de los pocos que conocieron su secreto.
Este sufrimiento se sumó a una dolorosa herpe que, provocándole erosiones severas en el vientre, lo atormentó por veinte años e igualmente hasta la muerte; y más que la llaga en su pierna, según el P. Alduán. Por último, una parálisis facial le torcería por un tiempo la boca, dificultando gravemente su predicación misionera, hasta que, a fuerza de constancia, oraciones y tratamientos dolorosos, logró superarla.
¿Qué dice hoy su figura?
«En estos tiempos de banalidades, falsos ídolos y ausencias de compromisos, quizás brillen por sobre todo en la figura del Venerable Padre Mariano Avellana la gracia de Dios y su propia respuesta inclaudicable, que transformaron su carácter violento y remolón en un apóstol asombroso -asegura el P. Calvo-. Sobreponiéndose a sí mismo y a sus debilidades, más de un siglo atrás supo hacer realidad esa ‘opción preferencial por los pobres’ que cuestiona a los cristianos de hoy».
Ciento quince años después de su muerte, el Venerable Padre Mariano Avellana en camino a los altares sigue proyectándose así como uno de los grandes evangelizadores que ha conocido Latinoamérica, con el “olor a oveja” y la preocupación por las periferias geográficas, humanas y sociales a donde el papa Francisco llama a la iglesia de hoy.