Biografía del Venerable P.Mariano Avellana Lasierra,
Misionero claretiano
Apóstol de los enfermos, los presos y los más necesitadosAgustín Cabré Rufatt, cmf
Capítulo sexto
El obispo Basilio Gil, prelado doméstico de Su Santidad, asistente al Sacro Solio Pontificio, Noble romano, Gran Cruz de Isabel Católica, Caballero de la Orden de Carlos IIII, y del Consejo de Su Majestad, hizo su entrada como nuevo pastor de Huesca, en 1862, en medio de la algazara popular y los humos de las celebraciones litúrgicas.
Desde la ermita de Nuestra Señora de Salas lo habían llevado en procesión hasta la basílica de San Lorenzo mártir, patrono de la ciudad. Autoridades y pueblo entraron en la catedral cantando el Tedéum a las cuatro de la tarde del 1 de julio de 1862.
Esa misma noche los seminaristas le dieron una serenata y quemaron fuegos de artificio en la plaza mayor, en una fiesta de proporciones.
Después volvieron a la preparación de exámenes, porque eran los días ácidos del fin del año escolar, quemándose las pestañas en los textos de Juan Chavarri, de Scavinni, y del padre Perrone.
Así sucedía todos los años, aunque, desde luego, no todo iba a ser estudio, oración y conferencias. Los seminaristas, como siempre, tenían la cualidad extraordinaria de los perros zorreros para detectar fiestas y avivar jolgorios.
En los días del carnaval de 1865, los ánimos de los estudiantes estaban inquietos. No les habían permitido salir a presenciar el baile de máscaras, ni la guerra de las flores, ni la quemazón del muñeco que representaba a las autoridades del mundo. El mismo domingo de “piñata” sospechaban que iba a ser de encierro.
El rector creyó conjugar sabiamente la situación ofreciendo un día de campo hasta Tires, junto al río Flumen; una caminata larga y cansadora que los jóvenes recibieron como una mala noticia. Su único objetivo era ir al pueblo a participar de las fiestas. El profesor Blas Goñi escuchó la petición, enarcó las cejas, y negó el permiso rotundamente. De inmediato el ambiente se puso caldeado, a pesar de ser un día frío.
Ante don Blas Goñi se volvió a presentar esta vez una comisión de cinco seminaristas, los más elocuentes y decididos, delegados por el grupo para insistir en la autorización. Mariano Avellana, desde luego, era uno de ellos, y tuvo que escuchar una segunda negativa tremebunda, tras un diálogo áspero en el que volaron palabras duras.
Cuando la comisión dio cuenta del resultado de su gestión, el seminario ya estaba convertido en una tremolina de tempestad.
-¡Al pueblo! ¡Al pueblo! -gritaron voces desafiantes-. ¡No somos niños, nos tratan como animales de arreo!
Entre los gritos, don Blas creyó escuchar los epítetos de bruto e inepto, y la corajina le encendió la cara.
-¡Nos sacan a caminar como a los mulos, y para colmo nos dan una pésima comida! ¡Al pueblo, al pueblo!
Los cinco cabecillas se pusieron entonces a recoger firmas para presentar un escrito al mismísimo obispo denunciando lo que consideraban malos tratos.
Cuando entregaron el papel a don Blas Goñi, el profesor escuchó aterrado gritos que avivaban la filantropía y la libertad.
De todos modos dio la orden de salir al paseo, y treinta y tres seminaristas se sentaron en el piso negándose a una caminata que les parecía castigo de galera.
Creció el tumulto. Pasaron las horas. Y cuando la noche cayó sobre Huesca, don Blas recibió la última advertencia: o entregaba de inmediato el documento al obispo, o esa noche se salían del seminario los treinta y tres rebeldes.
Por fin se impuso la cordura y todos decidieron esperar la respuesta del obispo Gil. Pero el obispo estaba tan desconcertado que en lugar de dar una solución medianamente aceptable, envió, al día siguiente, a su vicario general para que se informara de la revolución, con orden de llamar a la guardia civil si se continuaba con el descontento.
Mientras tanto, decretaba la inmediata expulsión del seminario, por lo menos en forma interina hasta aclarar los acontecimientos, de los cinco adalides de la comisión.
-¡Si los expulsan definitivamente, nos retiramos todos! –dijeron los otros, desafiantes, comprometidos en una fidelidad solidaria a toda prueba.
La prensa anticlerical conoció los hechos con alborozo y los lanzó al comistrajo de la opinión pública, comentando con burla lo acontecido:
-En el seminario de Huesca estalló un motín de padre y señor mío. Los alumnos internos no podían llevar con paciencia las infinitas prohibiciones de conversar con los externos, de asomarse a las ventanas, amén de los eternos huevos y el bacalao con que cada día y noche embuchan sus estómagos. Así es que treinta y cuatro alumnos teólogos fueron osados a turbar la calma de aquel lugar donde la paz del sepulcro tiene su asiento, y cuentan que el secretario del palacio episcopal, con un palmo de lengua fuera de la boca, los manteos echados a las espaldas, todo azorado y sudando, corrió en busca de la guardia civil que encontró a los insurrectos firmando una exposición en la que manifestaban sus deseos de ser expulsados del seminario.
Nosotros no aplaudimos la conducta de estos mancebos incautos, pero tampoco dejamos de conocer que el sistema de prohibiciones fomenta la hipocresía. Por lo demás, ¿en qué van a pensar con los estómagos con bacalao y la inteligencia vacía de enseñanza?”
Cuatro días después del alboroto, el obispo Gil se presentó en la casa de estudios para aclarar la situación. Conocedor de los hechos, exigió cartas personales de arrepentimiento a los cinco expulsados del seminario, solicitando benignidad.
Mariano Avellana, aprovechando la coyuntura de su expulsión, se había ido al pueblo de Montflorite para asistir al casamiento de su hermano Francisco con Josefa López.
Francisco era el heredero de la familia Avellana Lasierra; por eso se había comprometido a sostener económicamente los estudios de Mariano. Pero era un compromiso que Josefa López no quiso entender. Pensaba que ese dinero le correspondía como parte de los bienes de su marido. Por eso miraba a Mariano con ojos envidiosos y desconfiados. Fue todavía más lejos: acusó al seminarista de robarle parte de sus bienes, y declaró que no quería verlo nunca más.
Desconcertado, desilusionado, Mariano comprendió que, si en el seminario puede haber intereses creados a causa del egoísmo humano, al fin y al cabo, se trataba de un grupo de hombres y no de ángeles; pero que también en la vida matrimonial el egoísmo asomaba sus orejas, y la ambición podía reinar pisoteando los buenos sentimientos. Entendió, por fin, que, si bien su hermano Francisco había heredado bienes y tierras, lamentablemente no había heredado un carácter recio ni el amor por el trabajo. Era Josefa López quien en adelante iba a pensar, decidir y actuar.
Escribió, entonces al obispo Gil:
-“Mariano Avellana, estudiante de teología, con el mayor respeto, expone: que ha tenido la desgracia de hallarse complicado en el delito de desobediencia perpetrado en el seminario, y como tal, expulsado del establecimiento… Pero en medio de todo siento en el fondo del corazón un impulso irresistible que me obliga a exclamar: ¡me levantaré y volveré junto a mi padre! Señor, ha sido grande mi delito, pero no es menor mi sentimiento; lo que más me aflige es verme imposibilitado de seguir la vocación al sacerdocio que el Dios de las misericordias ha depositado en mi alma…”
Con esta carta en las manos, el obispo Gil aceptó las disculpas creyendo que todo había sido producto de alborotos juveniles. Pero también creyó llegada la hora de establecer cerca de Huesca otro centro formativo, precisamente para los alumnos que terminaban los estudios eclesiásticos con la intención de profundizar su espiritualidad.
En 1867 logró establecer en la Villa de Sesa, a veinte kilómetros de Huesca, junto al santuario de Nuestra Señora de la Jarea, un local para los seminaristas de los últimos cursos.
En ese punto casi ignorado por los mapas, por el que pasaban solamente dos caminos, uno para carretas con ruedas y otro para cabalgaduras con herraduras, Mariano vio llegar el momento de solicitar el diaconado como paso previo al sacerdocio.
A fines de noviembre, el rector, don José Monclus, comunicó a los candidatos al diaconado la respuesta del obispo. Ciertamente no todos los candidatos al diaconado recibieron la aprobación. La rebelión de 1865, cuando los seminaristas habían querido ir a los bailes de disfraces y quemar petardos y cantar coplas, aún penaba como una mala sombra.
–También comuniqué la negativa a los señores Avellana y Comas -escribió el rector en comunicación al obispo-. Este último quedó tan tranquilo e indicó que ya lo sospechaba. Avellana, en cambio, perdió el color y quedó silencioso, como herido por un rayo. Después de unos momentos exclamó: ¡han pasado cuatro años, tres en Huesca y éste en Jarea, y no expiaré nunca la culpa del delito aquel…! ¡ Ya le dije, señor rector, que si veía algún defecto en mí, me lo avisara para corregirme!
Don José Monclus quedó también conmovido. Veía en Mariano grandes cualidades y estaba dispuesto a defender su causa ante el obispo:
-Yo lo considero irreprensible -escribió-. Hace grandes servicios y es el que sostiene con su voz el canto del coro en todas las liturgias.
Por segunda vez los caminos de Dios se le atravesaron en el sendero al obispo Gil. Llamó a Mariano, cambió su anterior decisión, le dio la orden del diaconado, y en septiembre del año siguiente adelantó el tiempo normal de las ordenaciones para el sacerdocio, como previendo los días agitados de persecución religiosa que se le vinieron encima a él y a toda la iglesia en España.
El 19 de septiembre de 1868, en el oratorio privado del obispo Basilio Gil, Mariano sintió sobre su cabeza las manos del pastor que lo consagraba presbítero. Cuatro meses antes había cumplido los 24 años de edad.
Cantó la primera Misa en Almudévar y cambió los festejos previstos para esa ocasión por un abundante almuerzo para todos los pobres del pueblo.
El mismo día de su ordenación sacerdotal, el general Prim se había sublevado al frente de la escuadra gritando ¡Viva España con honra! Y expulsó del trono a la reina Isabel II. La soberana huyó al destierro, y se proclamó la república. En todas las ciudades y pueblos se organizaron juntas revolucionarias, y como era una revolución española, de inmediato empezó la quemazón de templos, el desbaratamiento de todas las órdenes religiosas, el envío al destierro del nuncio del Papa y de los obispos, y la apropiación de los bienes clericales.
En Huesca, el obispo Gil salió al destierro en la mañana del 6 de octubre, y murió dos años después mientras asistía a las sesiones del Concilio Vaticano I, al que había citado el papa Pío IX como remedio desesperado ante todos los males que lo afligían.
El seminario fue cerrado. Mariano, ya sacerdote, tuvo que seguir en forma privada el séptimo año de teología acudiendo casi a escondidas a las casas de los profesores.
Terminados definitivamente los estudios, el joven cura fue designado ayudante de la parroquia de San Pedro el Viejo, en Huesca, curato histórico que guardaba en su templo los huesos del rey don Alfonso el Batallador y los de Ramiro II el Monje, soberanos del reino de Aragón.
El cura se desenvolvió bien en tareas que le causaban especial alegría, porque se trataba de la dignidad de la liturgia: era el encargado de las funciones corales.
Pero una idea le andaba revoloteando con la insistencia de una golondrina que busca amparo y cobijo por unos momentos para medir horizontes y emprender el vuelo hacia donde se terminan las distancias.
El ejemplo lo había dado don Pablo Vallier, profesor del seminario de Huesca, ingresando a la congregación de misioneros. Poco después habían realizado lo mismo otros sacerdotes amigos de Huesca y aun de Almudévar: don Orencio Piracé y don Gregorio Labarta.
También Mariano se decidió. A los dos años cabales de haber recibido la ordenación presbiteral, comunicó a todos su determinación; se fue a su pueblo para la despedida, y solicitó el ingreso al noviciado de los Hijos del Corazón de María, en el sur de Francia, a donde los había desterrado la ola revolucionaria.
En septiembre de 1870 llegó a su nuevo destino para entrevistarse con el superior general, padre José Xifré.
El hombre alto y huesudo, recto como un mástil y con las cejas cargadas de sabiduría y reciedumbre, miró al joven cura, le presentó las exigencias de la nueva vida que deseaba seguir, y le dijo desde el comienzo que el asunto era serio pero apasionante.
Precisamente en esos días, el arzobispo Claret, el fundador del grupo, pasaba unos días en el noviciado huyendo de la persecución, enfermo y cansado por los trabajos del evangelio.
-El ejemplo lo tenemos en nuestro santo arzobispo -señaló Xifré, con su lenguaje telegráfico-. El que es de Cristo, sufre la cruz, como Cristo. El que no esté dispuesto a dar la vida entera, no sirve para esto. Tiene que ser una donación generosa. Y alegre. Dios sabe pagar con creces. ¿Está dispuesto?
Mariano ingresó al noviciado. Mientras tanto, Xifré y los otros misioneros llevaron al arzobispo hasta una abadía escondida entre los montes, porque los enemigos lo andaban buscando como los perros detrás de un venado. Las arboledas las pintó el otoño con un color de oro viejo. Al monasterio, Claret llegó para morir.
Mariano y los otros quince novicios que hacían el año de prueba para la vida misionera, recibieron entristecidos y abrumados las noticias de la muerte del fundador. El padre Jaime Clotet llevó la noticia y la comunicó con los ojos enrojecidos.
Pasó el otoño. Pasó el invierno.
Metido de lleno en los afanes de su preparación espiritual, Mariano continuó dando una severa lucha para dominar su propio temperamento.
-Mi lema será: ser santo, o pedirle a Dios que me envíe la muerte. O santo, o muerto. Ese es el desafío.
El mismo Claret había trazado para sus misioneros la figura ideal de lo que deberían ser. Y Mariano se la tomó en serio:
-Un misionero Hijo del Corazón de María es un hombre que lleva en sí el fuego quemante del amor de Dios, y con él va encendiendo el mundo por donde pasa. Un hombre que no debe arredrarse ante nada ni ante nadie; que llega a gozar en las privaciones y en los sacrificios; que piensa siempre en procurar la gloria de Dios y la salvación de toda la humanidad, sin importarle calumnias ni persecuciones…
Mariano tenía ese ideal ante sí y se comparaba con él como en un espejo. Entonces se encontraba pobre y necesitado, porque las ansias de comodidad, el ocio de la vida, la sensación de novedades y, particularmente, su temperamento arrebatado, le jugaban malas pasadas.
El lugar del noviciado le parecía estrecho. Se sentía encerrado en una jaula de la que deseaba salir pronto para poder correr, volar. En la habitación pobre que tenía por dormitorio abría las ventanas y se asomaba a la campiña, resoplando fuerte como para respirar los aires de la libertad a todo pulmón.
Una tarde, cuando escuchó al padre maestro de los novicios hacer una propuesta de ayuno a pan y agua por un día para dominar las apetencias y hacer mortificación, se le salió un grito del que tuvo que arrepentirse:
-¡Que sea a pan y vino, por lo menos!
Sin embargo, iba ganando batallas. Las tentaciones más feroces eran las del sueño, el hambre y las ansias de comodidades.
En los escritos del noviciado dejó estampados algunos propósitos:
-Levantarme más a prisa. Sujetar la imaginación durante la oración. Celebrar la misa con mayor atención y rezar con más pausa. No hablaré de mí mismo ni me quejaré del frío o del calor. Refrenaré los sentidos, especialmente la vista y la lengua. Trataré con más caridad a mis hermanos…
Cuando al final del año de noviciado el padre Xifré pidió informes para admitirlo o no a la congregación, el padre Clemente Serrat, encargado de la formación de los novicios, anotó en un papel:
–Mariano Avellana parece de buena madera; pero hay que quitarle muchas astillas…
Xifré supo mirar a distancia. Confió en el joven sacerdote que le solicitaba el ingreso definitivo al instituto.
Dos años después le enviaba a Mariano una comunicación breve y precisa, en la que le decía que lo destinaba a las misiones de Chile, integrando un tercer grupo de misioneros que irían a reforzar la comunidad de Santiago, y especialmente para hacer posible la nueva fundación en La Serena.
En el humilde comedor de la comunidad, Mariano Avellana se puso de rodillas frente a sus hermanos, y con voz segura y sonora pidió oraciones para poder cumplir en Chile su lema de “o santo, o muerto”.
Los misioneros lo miraron, algunos sonrientes y otros pensativos. Uno de ellos se inclinó hacia su compañero de mesa, y le expresó en voz baja algo que le salía del alma:
-¿Llegará a ser santo este Mariano? ¡De todo es capaz este aragonés!