Biografía del Venerable P.Mariano Avellana Lasierra,
Misionero claretiano
Apóstol de los enfermos, los presos y los más necesitadosAgustín Cabré Rufatt, cmf
Capítulo Cuarto
Los sauces llorones de las orillas de las riadas y los esteros han sido los primeros en darse cuenta de que el invierno se ha ido para otras partes; a fines de agosto les asoman en las ramas unos brotecitos verdes, recién lavados, y poco después todas las arboledas se ponen rosadas, blancas y violetas, en una floración de fantasía.
La zona central de Chile es un jardín que contemplan con gozo los misioneros José Coma, Cristóbal Soteras y Mariano Avellana mientras cabalgan por la pradera, en octubre de 1873, iniciando un recorrido evangelizador que terminará a fines del año. Van a predicar en parroquias rurales: la capilla de los Miranda, que depende de la parroquia de Doñihue, Pichidegua, El Manzano de Peumo y la hacienda de Aculeo, en el curato de Maipo.
Aquella misión primeriza en Colina había sido un buen anticipo.
En el cielo limpio, gozando también de la primavera, las golondrinas hacen piruetas de artista, y Soteras y Avellana creen que son vencejos, porque llevan apenas treinta días en Chile y están descubriendo un mundo nuevo.
–Aquí no hay vencejos -dice el padre Coma-. Estas son golondrinas que se vienen en la primavera desde África, desde Europa, desde “donde el diablo perdió el poncho y la diabla la pollera”, con perdón de sus reverencias, como dicen aquí los campesinos. Más de alguna, quizá, venga desde nuestra España.
El tren los ha dejado en Rancagua, ciudad campesina que los invasores quisieron llamar Santa Cruz de Triana. Siguen a caballo hacia el poniente, acercándose a las moles de piedra y tierra cubiertas de arbustos y de matojos, creyendo que se trata de la cordillera de la costa.
Recién al seguir el curso del río Cachapoal se dan cuenta de que se trata nada más que de una cadena de montes alzados a medio camino, porque al rodear peñascos en busca del caserío de los Miranda, divisan, casi azules por la distancia, los cerros de la costa.
En la juntura del estero de La Cadena y el río Cachapoal detienen las cabalgaduras para descansar. Miran hacia atrás y ven la cordillera de los Andes tijereteada en picachos nevados como si el mismo Dios, después de haberla inventado, le hubiera dado unos mordisquitos para comprobar si le había quedado de crema.
Llegan a la capilla de los Miranda y allí se quedan una semana. Después siguen hacia Coltauco.
Los campesinos más viejos les dicen que el nombre del pueblo tiene que ver con ranas y con esteros.
-Así le pusieron -afirman-. Por las noches van a oír, efectivamente, el canto de los colchaucos como una letanía que sube desde los arroyos.
A la entrada de la casa parroquial los misioneros ven la imagen de la Virgen y se sienten, entonces, en su propia casa porque está la madre que va a cuidarlos en la misión.
El párroco Martín Boy los recibe a toques de campana, y la actividad comienza en un clima de entusiasmo que reúne a gentes venidas desde muy lejos para escuchar las predicaciones, cantar alabanzas, renovar la vida cristiana en la confesión y la comunión, aprender la doctrina y “cumplir con Dios”, como aseguran. Son diez días que les cambian el ritmo adormecido de los oficios de la tierra.
En los sermones morales, el padre Coma fustiga a los bodegueros y denuncia las borracheras que en el mes de septiembre han sido colosales en un pueblo que no tiene otra diversión para los días de fiestas patrias: solamente beber jarros de chicha hasta perder las entendederas, y zapatear cuecas que levantan nubes de polvo al ritmo vibrante de las guitarras jaraneras.
En los sermones también se repasa el catecismo.
Los chiquillos de las primeras filas, sentados en el suelo, escuchan asuntos de ángeles y se les graba en la memoria que cada uno tiene alguien que lo acompaña para protegerlo de los peligros y anotar en un cuaderno invisible todas las obras buenas.
Los adultos oyen hablar de historias de patriarcas y de profetas, de apóstoles y de evangelistas, sin lograr separar en el tiempo las diversas vivencias; para ellos Moisés, san Pedro y el arzobispo Valdivieso pertenecen todos a una misma generación y vienen a ser lo mismo. Pero confirman lo que han escuchado a los viejos, a los abuelos, a los abuelos de los abuelos, por centurias, y que ha quedado en estribillos y décimas que algunos van cantando en las noches de vigilia de las fiestas patronales.
Es la doctrina cristiana en su versión más pura la que ellos anuncian cuando el guitarrón desgrana notas recordando la historia del hijo pródigo:
Aquí estoy, regalo mío.
Prepara bien tus cordeles;
Yo la carne, tú el cuchillo,
¡corta por donde quisieres!Perdóname, padre amado,
Porque arrepentido estoy;
De tu casa no me voy
Sin haberme perdonado.
Soy mendigo despreciado
Porque tanto te he ofendido.
Tengo el corazón herido
Y en mi alma siento pena;
Pa’ romper estas cadenas,
Aquí estoy, regalo mío.Yo soy el pródigo hambriento,
Desengañado del mundo,
Con sentimiento profundo
Deliro en cada momento.
Tengo el arrepentimiento
Al ver mis penas tan crueles
Nadie de mí se conduele,
No tengo ningún amigo;
Para que me des castigo,
Prepara bien tus cordeles.De tu hijo ten clemencia
Ya que te pide perdón
Y me duele el corazón
Por esta triste experiencia.
Si cometí una imprudencia
A tus plantas me arrodillo,
Arrepentido me humillo
Si me quieres castigar;
Hoy me vengo a presentar,
Yo la carne, tú el cuchillo.Por buscar mi libertad
Es así que perdí el gozo
Y un pesar muy angustioso
Tuve por tanta maldad.
Yo dejé tu autoridad
Para gozar los placeres;
Dejé a un lado mis deberes
Y siento ya un gran dolor;
Para demostrar mi amor
Corta por donde quisieres.Al fin el padre encontró
A su hijo regalón;
Con devoto corazón
Su delito perdonó.
En sus brazos lo estrechó
Con amor y regocijo:
¡Ven a mis brazos- le dijo-
que el mismo amor que dejaste
otra vez encuentras, hijo!
Después del rezo del rosario y las tres avemarías acostumbradas para pedir al Corazón de María interceda por la conversión de los pecadores, el pueblo reunido dentro del templo parroquial de Coltauco y apiñado en la plazuela, también ha cantado un estribillo que enseñan los misioneros:
-Si al cielo quieres ir
a recibir tu palma,
a Dios en cuerpo y alma
has de amar y de servir…
Mariano sube al púlpito y empieza el sermón con voz grave. Anuncia el primer punto, que habla de la misericordia de Dios. Después repite lo mismo con otras palabras, y sigue diciendo lo mismo, mientras siente el sudor que le corre por la frente y por la espalda, sin que la memoria venga en su auxilio para sacarlo del entrevero en que está atascado.
–Padre Mariano -dice al día siguiente, a la hora de la oración, el padre Coma-. ¿Qué le sucedió ayer? ¿Por qué trató solamente el primer punto del sermón repitiéndolo tantas veces?
-¡Porque se me olvidaron los otros!
-¿No se dio tiempo para la preparación?
-¡Sí, creo que sí, pero se me olvidó todo!
-Acostúmbrese a dominar los nervios. Con ese vozarrón que Dios le ha dado puede hacer mucho bien al predicar las verdades del Evangelio; pero no le servirá de nada si se lo comen los nervios.
-¿Y qué hay que hacer?
-Ensaye, ensaye y repase, escriba una y otra vez lo que ha de decir, para ayudar a la memoria. Vaya bajo los árboles y écheles el sermón a las ramas, a los pájaros, al viento. Repítalo muchas veces hasta dominar el orden de los pensamientos.
Mariano acusa el golpe. Nunca más se lo tendrían que decir. En Santiago, el padre Vallier lo veía llegar risueño y decidido pero a la vez humilde, para pedirle un favor que al superior le quitaba tiempo pero que daba por bien empleado porque sabía que estaba afilando una espada que entraría después en muchos corazones necesitados de conversión.
Mariano le pedía que escuchara sus sermones y le hiciera la crítica fraterna pero descarnada. Ambos se encerraban en la capilla que servía para la reunión comunitaria, o en cualquier parte, hasta bajo las palmeras cercanas de un sitio eriazo. Vallier escuchaba con paciencia y hacía observaciones atinadas que mejoraban la dicción, destacaban una idea, remarcaban los momentos fuertes del discurso.
En poco tiempo Mariano pudo dominar la técnica de la predicación que avalada con su voz poderosa lo fue convirtiendo en un verdadero misionero popular.
El cura de Coltauco, en aquella ocasión, le escribe al vicario general del Arzobispado:
-Pongo en su conocimiento que el 22 de octubre se principió la misión en esta iglesia parroquial y terminó el 1 de noviembre, confesando y comulgando 2.900 personas, quedando sin comulgar, además, cien niños de primera confesión. La misión ha durado once días por la mucha concurrencia y, sin embargo, han quedado sin confesarse más de 500 personas que, al haberlas confesado, la misión hubiera durado quince días, cosa que no ha sido posible conseguir de los misioneros por tener su tiempo calculado. No terminaré esta carta sin recomendar a usted a los misioneros, por la sencillez en la predicación y por la bondad y buen trato en las confesiones, y a esta última cualidad atribuyo la asistencia de la gente… Martín Boy, cura y vicario de Coltauco.
Por su parte, después de esta misión, el padre Avellana deja anotados algunos propósitos que va a mantener desde los comienzos como predicador del Evangelio:
-Reprimiré la pasión de la ira para que no paguen justos por pecadores. No entraré en discusiones con nadie, mayormente en las misiones. Elegiré siempre lo más trabajoso y repugnante para mí. Para con Dios tendré un corazón de hijo, para con los demás un corazón de madre, y para conmigo una severidad de juez…
Por esos caminos empezó su trabajo para ser santo.
Dominar el genio, reprimir los enojos, tener un corazón de madre para con todos… Harto le iba a costar. Un temperamento arrebatado como el suyo tendría que dar una lucha constante entre la serenidad y la furia.