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Padre Mariano Avellana: Promisoria celebración de un nuevo aniversario de su pascua

Este 14 de mayo se cumplen 112 años del fallecimiento o “pascua” del Venerable P. Mariano Avellana, uno de los grandes testimonios de autenticidad heroica en la vivencia del carisma inspirado por el Fundador a la congregación claretiana, que constituye rico patrimonio espiritual de ella y de toda su “familia”, y a la vez cuestiona y alienta la misión evangelizadora de los claretianos de hoy y del futuro.

La celebración que año a año hace de esta fecha  una oportunidad especial para recordar el ejemplo y trayectoria de este hermano nuestro en camino a los altares, tiene esta vez un promisorio motivo adicional para dar gracias al Señor por su vida ejemplar y la reciedumbre de su testimonio misionero.

En efecto, la sanación, al parecer extraordinaria, de un enfermo moribundo, ocurrida a fines del año pasado en la ciudad chilena de San Felipe, inicia actualmente su estudio en la Postulación General claretiana, en Roma, en orden a la posibilidad de que llegue a ser reconocida como el milagro obtenido por la intercesión de nuestro Venerable, que sus devotos vienen esperando por casi 29 años como único requisito faltante para su beatificación.

Por ello, es esta una oportunidad  significativa para que la familia claretiana se una en oración rogando al Señor se digne hacer posible dicho reconocimiento y la consiguiente glorificación terrenal del Padre Mariano.

Un santo para la Iglesia de hoy

Mariano Avellana fue reconocido en su tiempo como un misionero excepcional, entregado sin medida ni descanso al ideal evangelizador que Claret quiso heredar a sus hijos.

De “santo” y “apóstol” lo calificaron autoridades eclesiásticas y el pueblo sencillo a lo largo de gran parte del territorio de Chile, donde desarrolló casi toda su vida misionera. Con los elementos y objetivos que exigían la religiosidad y las normas eclesiales de entonces, fue un paradigma evangelizador de su época. Pero puede serlo también hoy, más de un siglo después que “muriera en su ley” en medio de una de sus misiones, entre los cerros de un apartado lugarejo minero del norte de Chile.

Hoy, cuando la voz del papa Francisco resuena instando a los cristianos, y de modo especial a su clero y jerarquía, a “dejar de lado la comodidad donde estamos instalados…, salir a las periferias territoriales y sociales de la marginalidad…, ser pastores con olor a oveja…, predicar la Alegría del Evangelio.., cambiar los propios estilos de ser iglesia…”, encaja como si fuera actual la figura de un misionero claretiano que más de un siglo atrás hizo suyas estas directrices adelantándose a su tiempo, y las practicó hasta entregar en ello la vida.

Tal es, en efecto, el testimonio de Mariano Avellana Lasierra, uno de los primeros claretianos españoles que a partir de 1870 pusieron pie en América desembarcando en Chile, desde donde iniciarían su extensión por el continente.

El P. Mariano llegó en 1873 a sus 29 años, y evangelizó durante 31 a lo largo del país, sobre todo a los enfermos, los presos y los más necesitados. Murió el 14 de mayo de 1904 mientras, como queda dicho, predicaba la última de sus misiones.

Declarado venerable por el papa Juan Pablo II en 1987, se ha esperado desde entonces el  milagro que permita su beatificación.

Consigna de vida o muerte

Al venir a misionar en las remotas tierras del confín de América, el P. Mariano formuló un propósito tan duro y tajante como su carácter: “o santo, o muerto”.

Treinta y un años después había evangelizado el territorio chileno a lo largo de unos 2.000 kilómetros, ya fuera en tren, en carretelas, en precarios barcos, a caballo o a pie, según los medios de la época.

En esas tres décadas predicó más de 700 misiones que duraban un promedio de 8 a 10 días. Más de 250 de ellas dedicó a la zona minera y difícilmente agrícola del norte del país, con tal entrega que llegó a valerle el apodo de “el Apóstol del Norte”.

Evangelizador incansable

Desde La Serena –unos 500 km al norte de Santiago, la capital del país–, a donde llegó destinado en 1880, se desplazó durante 14 años por otros 500 km en todos los rincones de una geografía excepcionalmente abrupta. No hay poblado de esas regiones donde no se haya escuchado su vozarrón evangelizador. Sólo en el área de la actual diócesis de Copiapó –donde dejaría finalmente la vida– llegó a predicar más de 100 misiones. En la zona central del país sumó otras 250.

Se dice que “no hubo hospital ni cárcel que no visitara”. Donde estuviera iba casi a diario a evangelizar y ayudar a los presos. Y sobre el fruto de su entrega a los enfermos en los hospitales, él mismo escribía que “ninguno murió impenitente”.

Entre sufrimientos notables

En sus andanzas no le faltaron motivos de gran vencimiento propio, sacrificio y dolor. De ahí que su testimonio de vida fuera reconocido por Juan Pablo II como “heroico”.

Desplazándose sin descanso hasta los lugares más apartados, un día se le reventó un absceso en la pierna derecha, que se convirtió en una llaga enorme. Jamás le cicatrizó, y la sufriría por diez años hasta su muerte. Pero siguió haciendo su vida normal y cabalgando por todos los rincones, con asombro de quienes conocieron su secreto.

Este sufrimiento se sumó a una dolorosa herpe inguinal que ya cargaba por diez años y que, provocándole erosiones profundas, lo atormentó por otros diez hasta su último día. Por último, una parálisis facial le torcería por un tiempo la boca dificultando gravemente su labor misionera, hasta que, a fuerza de constancia, oraciones y tratamientos dolorosos, logró superarla.

El padre Mariano Avellana se ubica con su testimonio vital entre los grandes evangelizadores que ha conocido Latinoamérica. Quiera el Señor que su vida ejemplar pueda proyectarse mucho más allá de lo que hoy día es conocido, mediante su pronto acceso a los altares.


     Alfredo Barahona Z.