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Mariano Avellana, patrimonio y ejemplo de misionero

Un nuevo aniversario -114°- del fallecimiento o “pascua” del misionero  Mariano Avellana Lasierra,  brinda una oportunidad especial para reflexionar sobre la personalidad de uno de los más cabales paradigmas que la congregación claretiana puede ofrecer a propios y ajenos, sobre su carisma institucional a lo largo de casi 170 años de vida. Ejemplo que emana del propio fundador, san Antonio María Claret, y que éste anheló con vehemencia ver plasmado en sus hijos.

Convertido por el fuego interior que lo dominaba en uno de los mayores evangelizadores del siglo XIX en España, Claret se sintió impelido a abarcar al mundo entero con sus ansias misioneras, porque al igual que Isaías (61,1) y el propio Cristo (Lc 4,18) se sentía “ungido por el Señor para llevar las buenas noticias a los pobres,  curar los corazones afligidos, dar vista a los ciegos, proclamar la amnistía a los cautivos y la libertad a los prisioneros”.

Mariano Avellana, joven sacerdote diocesano a los 24 años, se contagió con el ardor misionero de Claret, ingresó a su congregación, y en 1873 integraba la tercera expedición claretiana a Chile, donde tres años antes se había asentado la primera, tras saltar casi a ciegas el océano en busca de un campo misionero en la desconocida América.

Al pleno estilo del padre

Tomándose profundamente en serio la forma en que Claret entendía a sus misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María,  Mariano Avellana llegó a Chile dispuesto a santificarse en la entrega total de su vida a la evangelización del pueblo sencillo y más necesitado, o a morir en el intento. “O santo, o muerto”, era su consigna. Y a cumplirla se lanzaba a los pocos días de pisar su nueva patria. Misionaría casi sin descanso hasta dejar en ella la vida 30 años después, el 14 de mayo de 1904; en su ley: durante una misión, en el hospital de un pequeño pueblo minero.

Para Claret, un hijo del Corazón de María habría de ser “un hombre que arde en caridad, que abrasa por donde pasa”, que misionaría “por todos los medios posibles”, impulsado por el imperativo de “encender a todo el mundo” en el amor divino. Nada habría de arredrarle, y debería estar gozosamente  dispuesto a privaciones, sacrificios, contratiempos  e incluso los tormentos, sin otro objetivo que la gloria de Dios y la salvación de sus hermanos.

Mariano entendió este código paterno sin glosas ni rodeos, dueño como era de un carácter férreo sin claudicaciones. Este le jugó de entrada malas pasadas, en ímpetus de ira y descontroles por los que tuvo que realizar penitencias, firmes propósitos de enmienda y constantes oraciones. Llegaría a ser así modelo de mansedumbre, buen carácter y acogida.

Esta sería talvez la clave de la forma en que se ganó el corazón del pueblo sencillo, los enfermos, los presos y los más postergados, a los que entregó sus mejores esfuerzos, y entre quienes alcanzó pronto fama de santidad.

Llegaría a predicar así más de 700 misiones, que en gran parte se extendían por ocho o diez días, según los esquemas de la época, en parroquias, hospitales, cárceles, capillas, de pequeñas ciudades, modestos poblados o villorrios perdidos entre campos y montañas de la abrupta geografía chilena.

En carretelas, a pie, a caballo, en modestos vagones ferroviarios o viejos barcos, recorrió así a lo largo de más de 1.500 km. y casi de pueblo en pueblo, una amplia zona norte y central de un Chile de contrastes sociales agudos y profundos, donde entonces la pobreza, la marginación, las injusticias y el abandono constituían realidades dramáticas.

Testimonios reiterados hablan de su apostolado preferente en las cárceles y precarios hospitales de la época. Se cuenta que no sólo misionaba a los enfermos; ayudaba a asearlos, les cortaba el pelo, lavaba su bacinillas y escupideras.

Un martirio de cada día

No necesitó buscar Mariano Avellana los sufrimientos que debería abordar sin claudicaciones en el trabajo misionero, según las consignas de su fundador.  Por más de 20 años y hasta su muerte soportó en silencio un herpe en el bajo vientre cuyas lesiones ulcerosas comprometieron dolorosamente sus nervios.  A ello se sumó en sus últimos 10 años una herida creciente al interior de una pierna, la que, según uno de los testimonios de su proceso de canonización, llegó a ser del tamaño  de una mano abierta.

Nada de ello aminoró la intensidad de su trabajo misionero. Y siguió así cabalgando por entre valles y montañas hasta los pueblos  más abandonados.  Finalmente, una parálisis facial le impidió por un tiempo una actividad esencial, la predicación, hasta que a fuerza de tratamientos en parte propios y de sus oraciones, logró superarla.

Su trabajo  incansable en medio de tales sufrimientos bien podría calificarse como un martirio de cada día que no desdijo de los testimonio martiriales que constituyen el mayor patrimonio espiritual de la congregación claretiana. Lo conforman ciento ochenta y cuatro mártires beatificados, ciento nueve de ellos en Barcelona en octubre del año pasado. Fuera del padre Andrés Solá, victimado en 1927 en los finales del proceso revolucionario mexicano,  todos ofrendaron sus vidas en el atroz enfrentamiento fratricida español de 1936-’39, proclamando su fidelidad a Dios y a sus ideales misioneros.

Testimonio que cuestiona

Mientras decenas de otras causas originadas en el mismo conflicto hispano siguen siendo impulsadas por la congregación claretiana, dos de sus venerables que no entregaron sangrientamente sus vidas esperan el milagro que permita su beatificación; uno de ellos, el padre Mariano Avellana.

El testimonio admirable de su vida misionera, entre sacrificios y sufrimientos prolongados por décadas, es parte relevante de ese patrimonio espiritual capaz no sólo de orientar la evangelización de los claretianos, sino de aportar a fortalecer los rumbos misioneros de la Iglesia, hoy; una iglesia a la que el papa Francisco urge una y otra vez a dejar de lado los enclaustramientos, la comodidad, las ambiciones, los escándalos y abusos de poder, para salir a las periferias geográficas y humanas en busca de la redención integral de los más pobres, los postergados y sufrientes.

El ejemplo de Mariano Avellana , la fidelidad al carisma que su mentor y padre infundiera a sus misioneros, no sólo brilla y reluce; por sobre todo,  cuestiona y exige; a su propia familia y a quienes de verdad quieran comprometerse en la construcción de “otra iglesia posible”.

Alfredo Barahona Zuleta, Vicepostulador, Causa V.P. Mariano Avellana